Una estampa muy goyesca.
Vetusta Morla.
A
Leocadia le bastó tan sólo una mirada para saber que odiaría durante toda su
vida a Amara. Nada más verle una sensación de asco le recorrió todo su cuerpo y
eso que aún no sabía nada acerca de ella. Pero su aspecto, tan fuera de lugar
para aquel pueblo de la campiña de San Retorno, invitaba al desprecio. ¿Cómo se
atrevía a ir vestida con aquel traje de colores inconexos de una conocida
empresa textil, fabricado, posiblemente en un país del tercer mundo, con
materiales derivados del petróleo, en lugar de lucir un traje confeccionado por
un sastre como Eutimio, capaz de tejer el viento, la lluvia o el calor y hacer
que el color dependiese del estado de ánimo de quien lo portase? Además,
llevaba unos auriculares conectados a un artilugio llamado mp3 en lugar de
escuchar la música de violines de las chicharras o el maullido pentatónico de
los gatos callejeros.
No
era Amara la primera persona de ciudad que veían en Santa Pacifista del
Trabuco. Los fines de semana de invierno muchas familias acudían a la venta, el
único lugar con condumio de la población, para probar las especialidades de la
cocina de Antonela, alegrías en tempura de miel, o los archiconocidos
carajillos en adobo, un plato por el que una multinacional de comida rápida
llegó a ofrecer un pastizal por la receta, pero que su creadora declinó vender
por una sencilla razón: para ella por encima del dinero estaba la dignidad. En
este caso la dignidad de conservar el secreto de la cocina tradicional
pacifistiana. Tras la comilona los urbanitas daban un paseo por los alrededores
para bajar un poco la comida, particularmente cerca de los sembrados de
filosofías donde les gustaba fotografiarse, simulando formar parte del entorno.
Luego antes de que cayera la tarde volvían en sus coches hasta sus casas
devolviendo al estado de inquietud habitual al pueblo. Diferente era que gente
de ciudad se mudase al pueblo, algo que no sucedía desde que la Amalia abandonó
a su marido por aquella ninfa del río, allá por los tiempos de Manolo Altramuz,
el primer alcalde de Santa Pacífica del Trabuco tras lograr la independencia de
la Goleta Floreada. Una independencia lograda tras vencer en la batalla del río
del Olvido. Fue gracias a un verso disparado sobre la líder goletera, Ildefonsa
la Terrible, una mujer capaz de lanzar ráfagas de insultos sin apenas respirar,
lo que les hizo ganar la guerra y la independencia. Jamás una poesía de sor
Juana Inés de la Cruz fue usada con tanta violencia como en aquella ocasión.
Pero
si algo le fastidió enormemente a Leocadia de aquella nueva vecina fue ver
descender del camión de mudanzas enseres y artilugios más propio de la ciudad.
Sin duda Amara no tenía pensamiento de amoldarse a las costumbres del lugar
sino más bien trasladar su vida anterior a Santa Pacífica del Trabuco, algo
inconcebible. Eso le enfureció aún más, pero aun así contuvo su rabia. Tenía la
leve esperanza que sólo mantuviese las costumbres urbanitas tan sólo al
principio mientras se adaptaba a su nuevo entorno. Por eso lejos de escupirle
tal como sintió que debía de hacer, se limitó a saludarle con un gesto de la
mano y farfullar un “Uenas”, que no
fue correspondido. Le habría abofeteado en ese mismo instante, pero en el fondo
Leocadia era tímida.
Fue
pasando el tiempo y lejos de adaptarse a su nuevo entorno, Amara pareció querer
apartarse más de la gente del pueblo y sus costumbres, algo a lo que ayudaba
que viviese en la última calle del Santa Pacífica. No es que el pueblo fuese
muy grande, apenas una cuadricula de menos de medio kilómetro cuadrado y que se
dividía en pocas calles: Norte, Sur, Levante y Poniente como límites naturales
y otras dos calles que formaban una cruz central y a las que por pereza no
habían puesto nombre. Espacio más que suficiente para sus trescientos
habitantes. Apenas se le veía transitar por la zona, más allá de esporádicas
visitas al colmado de Inés donde compraba Pan de Pólvora y Leche de Fénix
porque la dueña de la tienda le había convencido de sus beneficios para perder
peso, algo totalmente incierto, porque como todo el mundo sabe si algo adelgaza
realmente son los Filetes de Heno y los refrescos de Saliva de Elfo, aunque
haya quien diga que más bien esta bebida tiene poderes afrodisiacos.
Leocadia
encendida por la ira decidió no rendirse. Quiso acercarse más a ella para
odiarla aún más y llevar a cabo el refrán popular: “Si no puedes con tu enemiga, únete a ella”. por eso una madrugada
se plantó dentro de la casa de Amara para hacerle una propuesta. El problema
vino cuando Amara, poco acostumbrada a los usos y costumbres pacifistianos,
encontró a los pies de la cama a su vecina:
—¡Por
favor, por favor no me hagas daño!¡Te daré todo cuanto tenga, pero por favor,
no me hagas nada!
—¿Y
por qué debía de hacerte nada? Además, tampoco hay nada que me interese de tu
casa. Esos aparatejos como el teléfono móvil, el ordenador, en este pueblo no
sirven de nada. Aquí preferimos distraernos escuchando al viejo acebuche de la
plaza del ayuntamiento contando las historias de la vecindad que vivió antaño
en estas tierras—argumentó.
—Tú…tú
eres…¿mi vecina?—preguntó mientras encendía la luz de la mesita de noche.
—Menuda
vergüenza que a estar alturas no sabes ni mi nombre—refunfuñó.—Pero no me extraña
si sigues usando la electricidad para iluminarte en lugar de un bote de
luciérnagas.
—¡¿Qué
demonios quieres?!¡¿A qué has venido a mi casa?!¡¿Sabes que puedo llamar a la
Guardia Civil para que te detenga por allanamiento de morada?!—comenzó a
gritarle sulfurada.
—Si
tienes que llamar a alguien será mejor que llames a la Santa Compaña suele
acudir más rápido que la Benemérita, que, aun así, si vienen, no creo que vayan
a hacer nada, saben como funciona aquí las cosas: cuando tenemos ganas de
visitar a un vecino no tenemos más que plantarnos en su casa sin importar la
hora que sea. ¿O no te has dado cuenta qué nunca cerramos la puerta a ninguna
hora como haces tú? ¿Qué vas a saber tú si no te relacionas con nadie?
—¡Estás
loca!—tomó el móvil entre sus manos para llamar aunque pronto desistió al
comprobar que carecía de cobertura.—¡Maldito pueblo de mierda que no le llega
la señal!—Lanzó el teléfono a un lado de la cama.—Y dime ¿a qué has venido?—se
levantó de la cama dispuesta a enfrentarse con Leocadia.
—A
invitarte a la Romería de la Virgen del Matojo. Es este próximo sábado y me
gustaría, tanto a mí, como al resto del pueblo, que nos acompañes en esta
festividad.
—¿Si
te digo que sí te marcharás de mi casa?—le sugirió nerviosa.
—Por
supuesto.
—Pues
contad conmigo—contestó de manera automática más que por convicción.
—No
faltes. Te estaremos esperando—se despidió Leocadia mientras saltaba por la
ventana de la habitación y salía volando hacia la suya.
—Debo
de estar soñando o en este pueblo todo el mundo está como una chota—sentenció
Amara antes de volverse a la cama no sin antes comprobar que todas las puertas
y ventanas estaban cerradas correctamente.
A
las cuatro de la mañana del sábado apareció Leocadia a los pies de la cama de
Amara. Casi le provoca un infarto. Tuvo que respirar profundamente para no
perder el control de las pulsaciones de su pecho. A continuación, unos cuantos
gritos, un recuerdo especial hacia los fallecidos de Leocadia y por último unos
lanzamientos indiscriminados de objetos situados en la mesita de noche. Y pese
a esa demostración de odio que podía haber sido correspondida, se armó de
paciencia para explicarle detalladamente el motivo de su presencia en la casa a
una hora tan intempestiva, aunque lo que le pedía el cuerpo era darle una
somanta de palos. Pero era demasiado tímida como para emplearse tan a fondo de
buenas a primeras. Era mejor esperar un tiempo para que se odiasen con más
confianza, ya se saben lo que dice el refrán: “dos no se odian si una de ella no quiere”. Además, no iba a ser
ella quien rompiera los tiempos establecidos como correctos para el cortejo del
odio.
—La
gente de ciudad soy de corazón muy pequeño por lo que me doy cuenta. Él día que
aparezca las licántropas en tu venta no sobrevivirás para contarlo. Según tengo
entendido el aullido en las noches de luna nueva os aterroriza a la gente de
ciudad, mientras que para la gente de aquí no es más que una nana nocturna que
nos dedican. Da gracias que he sido yo—le advirtió con una sonrisa dibujada en
los labios.
—Me
dejas mucho más tranquila—comentó Amara con ironía.—Pero lo que no entiendo que
haces aquí.
—Pues
despertarte para ir a la romería de la Virgen del Matojo.
—Pero
si aún no ha amanecido…
—Otra
excusa más de urbanita. ¡Cómo sabía yo que tratarías de escaquearte! ¿No sabes
que las buenas romerías se celebran de noche? Empezó a las doce de la
noche—hablaba sin parar negándole la posibilidad a replicarle. —Vístete que aún
estás a tiempo de disfrutar lo mejor—le tomó de la mano obligándole a
levantarse de la cama.
—¡Dios
mío!¡Me ha tocado la loca del pueblo como vecina! ¡¿Ganas algo por quererme
amargar la vida?!—Se zafó de la mano de Leocadia.—Trabajo todos los días para
que vengas tu a tocarme los ovarios queriéndome sacar de la cama para celebrar
una fiesta que posiblemente solo exista en tu imaginación. ¡¿Podrías dejarme
dormir y vivir?!
—¿Así
que piensas qué la romería es mentira? Hagamos un trato si te llevo al prado y
no hay nada me olvidaré que existes y te dejaré tranquila con tus costumbres de
ciudad—le tendió la mano en señal de acuerdo.
—Acepto—le
estrechó la mano.—Dame un minuto para que me pueda vestir.
—¿Vestirte
para qué? A la Romería va todo el mundo desnudo…Pero por ser tu primer año te
puedes vestir. Fíjate yo también me dejaré la ropa para que no te sientas
incomoda siendo la única que no va desnuda—añadió viendo la cara de
estupefacción de Amara.
Cuando
Amara llegó a aquel prado junto al río donde se reunía absolutamente toda la
población de Santa Pacífica del Trabuco, lo que menos le preocupó fue que todos
estuviesen desnudos, había andado tanto que tan sólo le preocupó el dolor de
pies que tenía. No es que el lugar distase mucho del pueblo, pero según
Leocadia la tradición exigía que antes de arrancar a la Virgen del matojo de
donde procedía su nombre y sembrar a las santas y santos que al año siguiente
vigilarían los sembrados cuando creciesen, debía de caminarse en círculos hasta
llegar al punto de encuentro. Apenas prestó atención a los rituales que se
llevaban a cabo antes de comenzar la fiesta propiamente dicho. Sus pies
merecían mucha más atención que aquella celebración absurda y sin sentido.
¿Quién
le mandaría a ella mudarse a la campiña de San Retorno? Pero su deseo de llevar
una vida alejada de la contaminación, más sana y menos artificial le habían hecho
alquilarse una casita en el pueblo de Santa Pacífica, apenas distaba doce kilómetros
de Jerez, o esa fue la milonga que le contó a sus familiares y amistades. Si se
había mudado hasta aquel lugar inhóspito fue porque, primero su empresa había
hecho una restructuración de personal y le obligaba o bien a irse a Jerez o de
cabeza para al paro, así que entre lo uno y lo otro eligió lo último. Lo
segundo y no menos importante, aunque hubiese seguido trabajando en Madrid no
tenía suficiente dinero para seguir pagando aquel coqueto ático situado en
pleno barrio de Malasaña, básicamente porque hasta hacía menos de dos meses lo
había estado pagando a medias con Sofía, su ex pareja, que de la noche a la
mañana le abandonó por un ilusionista de tres al cuarto. Sin duda Sofía era el
tercer motivo, mantenerse en Madrid era torturarse. No le apetecía seguir
pasando por los mismos lugares y sitios que había compartido con ella. Temía
pasear por el Rastro y verla agarrada de la mano de su nuevo amor. Por eso
sintió necesidad de huir a un lugar alejado y recóndito que no le pudiese
recordar a Sofía.
Gracias
a que se acordó de aquello aceptó beber el hidromiel que a cada rato le ofrecía
algún vecino del pueblo. Tras beberse un par de botellas de la espirituosa
bebida, que, según la concejala de fiestas, le traía cada año el mismísimo Baco
desde el Olimpo, no tardó en sentirse en sintonía con la romería. Se desnudó,
cantó, e incluso participó en las carreras de centauros. No muy lejos de ella
Leocadia lloraba de felicidad, con aquella inmersión de Amara en las
tradiciones locales ganaba en confianza como para atreverse a llevar a cabo el
cortejo del odio.
Como
el odio es un sentimiento que ha de ir labrándose poco a poco, Leocadia le
permitió un par de semana de tregua a Amara, pese a que esta no tuvo constancia
de la misma. No la molestó. Tan siquiera hizo por cruzarse con ella simulando
que pasaba casualmente por su calle. No quería agobiarla. No quería que Amara
se terminase encariñando de ella. Lo que menos pretendía era que se acabase
enamorando de ella. Pero el decimoquinto día tras la Romería no pudo resistir
más. Fue a visitarle a su casa. Esta vez no esperó a que fuese de noche, no
quería asustarla, aunque no entendía el motivo por el que le atemorizaba verle
a los pies de su cama por las noches, no obstante, tampoco en aquella ocasión
le resultó grato verla.
—¡¿Pero
cómo coño lo haces?!—le gritó sentada en el váter. ¿No podrías hacer como las
personas normales y anunciar tu llegada llamando a la puerta? No es cómodo
tener a alguien delante mientras estás evacuando.
—¡Lo
normal dice, la zagala! Eso será lo que hacéis los raritos de la ciudad—se rio
con su propio comentario.—Además, ¿qué tiene de incomodo cagar delante de
alguien? Si jiñar es lo más normal del mundo. Sabes que soltar el truño delante
de otra persona es de las cosas que más une…
—¡¿Pero
qué clase de guarrada es esa?!¡Cómo si yo quisiera tener confianza contigo!
Sal, aunque sea un momento—le imploró.
—Hay
que mujer más pudorosa—le pellizcó el cachete.—Tu aprieta que yo apenas huelo,
me caí de pequeña de una encina cuando me empujó un hada y desde entonces perdí
el sentido del olfato.
—¡¿Pero
qué quieres?!¡¿Para qué vienes?!
—Venía
a invitarte a la cacería de este próximo fin de semana. Vamos a cazar a un
dragón cerca del río—le informó con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué
clase de locura es esa? Tú de verdad estás chalada.
—De
locura nada que luego hacemos una barbacoa muy rica con la carne. ¿Lo has
probado alguna vez?
—¿Pero
tú te estás oyendo, criatura? Todas esas cosas de las que me hablas sólo
existen en tu imaginación—le tocó en la sien.
—Tampoco
te creías lo de la Romería de la Virgen del Matojo y al final te lo pasaste
genial. Estuviste plenamente integrada con las costumbres del pueblo.
—¡¿Qué
romería ni que niño muerto?! Lo mejor será que vayas a un psiquiatra.
—Normal
que no te acuerdes de nada, llevabas una cogorza de campeonato. Te pusiste
hasta el culo de hidromiel—se mofó.—Si es que la gente de ciudad no sabéis
beber.
—Pero
yo…no….sólo recuerdo levantarme a las seis con resaca. Pensé…que lo había
soñado…¡Este pueblo me está haciendo perder la cabeza!
—Fue
tan real como que estoy aquí. Y ahora límpiate el culo que nos vamos.
—¿Pero
no has dicho qué la cacería es el próximo fin de semana?
—Sí,
pero es para que te vengas a escuchar la trolea.
—¿Qué
es la trolea?
—Es
la época de celo de los trolls. Es increíble el sonido de las hembras queriendo
atraer a los machos. Resuenan en toda la campiña.
—No,
gracias. Prefiero reservar fuerzas para la cacería—comentó con la mayor
delicadeza del mundo para no alterar a Leocadia.—Por cierto, ¿Cómo narices se
caza un dragón?
—Ya
lo descubrirás cuando llegué el momento—contestó con una sonrisa picarona
mientras salía del baño.
A
la mañana siguiente mientras salía del pueblo en dirección a Jerez con su
coche, Amara tuvo casi la certeza de que se estaba volviendo tarumba. Sin duda
su salud mental jamás había estado tan en riesgo de verse perjudicada antes de
llegar a santa Pacífica del Trabuco. Se planteó que no podía ser real lo que
estaba viendo en aquel momento con sus propios ojos: un señor lejos de pasear
como el común de los mortales a un perro estaba paseando a un basilisco. Para
quienes desconozca que es este animal decirle que se trata de una mezcla entre
una gallina gigante, una iguana y un murciélago. Se comenzó a plantear muy
seriamente el hecho de cogerse un piso en Jerez. ¿Para qué necesitaba una casa
para ella sola? Posiblemente le saldría más cara, pero al menos lograría no
perder la poca cordura que le quedaba.
Enfrascada
como iba en estos pensamientos casi atropella a una mujer que en el escaso
arcén levantaba el dedo a la espera de que algún coche le llevase hasta Jerez.
Tuvo que dar un fuerte frenazo para no lanzarla a dos metros de su posición.
—¡¿Pero
señora cómo se le ocurre hacer autoestop en una carretera como esta?!—le gritó.
—No
te creas que a mí me gusta ponerme a parar los coches, ni ir andando por la
carretera, con la desaprensivos que hay al volante. pero se ve que al autobús
de línea no le ha dado por pasar y hoy tenía que ir hacerme unas pruebas muy
importantes al hospital de Jerez—se excusó la pobre señora mientras se secaba
el sudor de la frente producido por el susto.
—Anda
suba que la llevo—se apiadó.
—Muchas
gracias, hija. No sabes cuánto te lo agradezco—le sonrió mientras se acomodaba
en el asiento del copiloto del coche.—Estaba pensando que no iba a llegar a
tiempo, y ya sabes cómo está la sanidad pública, si no aprovechaba la cita me
la podían volver a dar para dentro de seis meses o un año y para entonces yo ya
podría estar muerta.
—No
diga eso, señora. No será para tanto—trató de congraciarse con la mujer.
—No
sé yo, me comentaron la última vez que quizás el cáncer había producido
metástasis—comentó con voz queda.
—¿Y
cómo es qué no le ha podido llevar nadie?—cambió radicalmente de tema incomoda
por la metedura de pata.
—Mis
dos hijos viven en Sevilla y no quieren saber nada de mí ni del pueblo—dijo
conformista.—Dicen que en la campiña de san Retorno tenemos pocas miras, que
deberíamos fijarnos mucho más en cómo se hacen las cosas en la ciudad. ¡Como si
lo de la gente de ciudad fuese lo válido!—Hizo varios aspavientos mientras
hablaba.—No somos raros, tan sólo tenemos un punto de vista diferente.
—Me
debe de reconocer que son un tanto peculiares—aportó Amara.—Fíjese a mí cada
dos por tres se me cuela mi vecina en casa y hasta me ha hecho creer que el
otro día estuve en una Romería de madrugada y que el próximo fin de semana nos
vamos a ir a cazar un dragón. ¿Se lo puede usted creer?—forzó una sonrisa.
—No
te ha hecho creer que nada, simplemente es que el Espíritu del Retorno te ha
invadido.
—¿Y
qué es eso del espíritu del Retorno?
—Pues
que te has acostumbrado a mirar la vida desde nuestro prisma quitándote las
gafas de urbanita que empañan la realidad y ocultan las cosas sencillas e
inclusos la más importante de tu vida. ¿Acaso no es mejor afrontar la vida como
una aventura en lugar de como una tortuosa rutina?
—Creo
que lleva usted razón, tal vez hasta ahora no he sabido ver más allá de mis
narices.
—Y
ahora tampoco porque esa vecina de la que me hablas, que deduzco que debe ser
la Leocadia, la hija del Sombrerero y la Elfa, realmente no te está invitando a
cazar un dragón.
—Ah,
¿no?
—No,
ella te odia y quieres hacerte en el río el cortejo del odio.
—¿Pero
por qué me odias si yo no le he hecho nada? Si alguien tiene que odiar a
alguien esa soy yo a ella. La odio—sentenció.
—Te
odia porque en este pueblo hasta para enamorarse de alguien somos
particulares—le contestó riendo.—Y a ti también te gusta pero te niegas a
admitir que te puedes enamorar de alguien de pueblo.
—Puede
ser—admitió. En el fondo y pese a sus peculiares le atraía Leocadia.
El
domingo siguiente cuando Leocadia y Amara se encontraron frente a frente dieron
rienda suelta a su deseo: ambas se golpearon con garrotes para demostrar cuanto
se odiaban. Lo que viene siendo lo habitual, un odio a primera vista.