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domingo, 28 de junio de 2020

Odio a primera vista (RELATOS OLVIDADOS)


Se dan muerte a garrotazos,
Una estampa muy goyesca.
Vetusta Morla.

A Leocadia le bastó tan sólo una mirada para saber que odiaría durante toda su vida a Amara. Nada más verle una sensación de asco le recorrió todo su cuerpo y eso que aún no sabía nada acerca de ella. Pero su aspecto, tan fuera de lugar para aquel pueblo de la campiña de San Retorno, invitaba al desprecio. ¿Cómo se atrevía a ir vestida con aquel traje de colores inconexos de una conocida empresa textil, fabricado, posiblemente en un país del tercer mundo, con materiales derivados del petróleo, en lugar de lucir un traje confeccionado por un sastre como Eutimio, capaz de tejer el viento, la lluvia o el calor y hacer que el color dependiese del estado de ánimo de quien lo portase? Además, llevaba unos auriculares conectados a un artilugio llamado mp3 en lugar de escuchar la música de violines de las chicharras o el maullido pentatónico de los gatos callejeros.
No era Amara la primera persona de ciudad que veían en Santa Pacifista del Trabuco. Los fines de semana de invierno muchas familias acudían a la venta, el único lugar con condumio de la población, para probar las especialidades de la cocina de Antonela, alegrías en tempura de miel, o los archiconocidos carajillos en adobo, un plato por el que una multinacional de comida rápida llegó a ofrecer un pastizal por la receta, pero que su creadora declinó vender por una sencilla razón: para ella por encima del dinero estaba la dignidad. En este caso la dignidad de conservar el secreto de la cocina tradicional pacifistiana. Tras la comilona los urbanitas daban un paseo por los alrededores para bajar un poco la comida, particularmente cerca de los sembrados de filosofías donde les gustaba fotografiarse, simulando formar parte del entorno. Luego antes de que cayera la tarde volvían en sus coches hasta sus casas devolviendo al estado de inquietud habitual al pueblo. Diferente era que gente de ciudad se mudase al pueblo, algo que no sucedía desde que la Amalia abandonó a su marido por aquella ninfa del río, allá por los tiempos de Manolo Altramuz, el primer alcalde de Santa Pacífica del Trabuco tras lograr la independencia de la Goleta Floreada. Una independencia lograda tras vencer en la batalla del río del Olvido. Fue gracias a un verso disparado sobre la líder goletera, Ildefonsa la Terrible, una mujer capaz de lanzar ráfagas de insultos sin apenas respirar, lo que les hizo ganar la guerra y la independencia. Jamás una poesía de sor Juana Inés de la Cruz fue usada con tanta violencia como en aquella ocasión.
Pero si algo le fastidió enormemente a Leocadia de aquella nueva vecina fue ver descender del camión de mudanzas enseres y artilugios más propio de la ciudad. Sin duda Amara no tenía pensamiento de amoldarse a las costumbres del lugar sino más bien trasladar su vida anterior a Santa Pacífica del Trabuco, algo inconcebible. Eso le enfureció aún más, pero aun así contuvo su rabia. Tenía la leve esperanza que sólo mantuviese las costumbres urbanitas tan sólo al principio mientras se adaptaba a su nuevo entorno. Por eso lejos de escupirle tal como sintió que debía de hacer, se limitó a saludarle con un gesto de la mano y farfullar un “Uenas”, que no fue correspondido. Le habría abofeteado en ese mismo instante, pero en el fondo Leocadia era tímida.
Fue pasando el tiempo y lejos de adaptarse a su nuevo entorno, Amara pareció querer apartarse más de la gente del pueblo y sus costumbres, algo a lo que ayudaba que viviese en la última calle del Santa Pacífica. No es que el pueblo fuese muy grande, apenas una cuadricula de menos de medio kilómetro cuadrado y que se dividía en pocas calles: Norte, Sur, Levante y Poniente como límites naturales y otras dos calles que formaban una cruz central y a las que por pereza no habían puesto nombre. Espacio más que suficiente para sus trescientos habitantes. Apenas se le veía transitar por la zona, más allá de esporádicas visitas al colmado de Inés donde compraba Pan de Pólvora y Leche de Fénix porque la dueña de la tienda le había convencido de sus beneficios para perder peso, algo totalmente incierto, porque como todo el mundo sabe si algo adelgaza realmente son los Filetes de Heno y los refrescos de Saliva de Elfo, aunque haya quien diga que más bien esta bebida tiene poderes afrodisiacos.
Leocadia encendida por la ira decidió no rendirse. Quiso acercarse más a ella para odiarla aún más y llevar a cabo el refrán popular: “Si no puedes con tu enemiga, únete a ella”. por eso una madrugada se plantó dentro de la casa de Amara para hacerle una propuesta. El problema vino cuando Amara, poco acostumbrada a los usos y costumbres pacifistianos, encontró a los pies de la cama a su vecina:
—¡Por favor, por favor no me hagas daño!¡Te daré todo cuanto tenga, pero por favor, no me hagas nada!
—¿Y por qué debía de hacerte nada? Además, tampoco hay nada que me interese de tu casa. Esos aparatejos como el teléfono móvil, el ordenador, en este pueblo no sirven de nada. Aquí preferimos distraernos escuchando al viejo acebuche de la plaza del ayuntamiento contando las historias de la vecindad que vivió antaño en estas tierras—argumentó.
—Tú…tú eres…¿mi vecina?—preguntó mientras encendía la luz de la mesita de noche.
—Menuda vergüenza que a estar alturas no sabes ni mi nombre—refunfuñó.—Pero no me extraña si sigues usando la electricidad para iluminarte en lugar de un bote de luciérnagas.
—¡¿Qué demonios quieres?!¡¿A qué has venido a mi casa?!¡¿Sabes que puedo llamar a la Guardia Civil para que te detenga por allanamiento de morada?!—comenzó a gritarle sulfurada.
—Si tienes que llamar a alguien será mejor que llames a la Santa Compaña suele acudir más rápido que la Benemérita, que, aun así, si vienen, no creo que vayan a hacer nada, saben como funciona aquí las cosas: cuando tenemos ganas de visitar a un vecino no tenemos más que plantarnos en su casa sin importar la hora que sea. ¿O no te has dado cuenta qué nunca cerramos la puerta a ninguna hora como haces tú? ¿Qué vas a saber tú si no te relacionas con nadie?
—¡Estás loca!—tomó el móvil entre sus manos para llamar aunque pronto desistió al comprobar que carecía de cobertura.—¡Maldito pueblo de mierda que no le llega la señal!—Lanzó el teléfono a un lado de la cama.—Y dime ¿a qué has venido?—se levantó de la cama dispuesta a enfrentarse con Leocadia.
—A invitarte a la Romería de la Virgen del Matojo. Es este próximo sábado y me gustaría, tanto a mí, como al resto del pueblo, que nos acompañes en esta festividad.
—¿Si te digo que sí te marcharás de mi casa?—le sugirió nerviosa.
—Por supuesto.
—Pues contad conmigo—contestó de manera automática más que por convicción.
—No faltes. Te estaremos esperando—se despidió Leocadia mientras saltaba por la ventana de la habitación y salía volando hacia la suya.
—Debo de estar soñando o en este pueblo todo el mundo está como una chota—sentenció Amara antes de volverse a la cama no sin antes comprobar que todas las puertas y ventanas estaban cerradas correctamente.
A las cuatro de la mañana del sábado apareció Leocadia a los pies de la cama de Amara. Casi le provoca un infarto. Tuvo que respirar profundamente para no perder el control de las pulsaciones de su pecho. A continuación, unos cuantos gritos, un recuerdo especial hacia los fallecidos de Leocadia y por último unos lanzamientos indiscriminados de objetos situados en la mesita de noche. Y pese a esa demostración de odio que podía haber sido correspondida, se armó de paciencia para explicarle detalladamente el motivo de su presencia en la casa a una hora tan intempestiva, aunque lo que le pedía el cuerpo era darle una somanta de palos. Pero era demasiado tímida como para emplearse tan a fondo de buenas a primeras. Era mejor esperar un tiempo para que se odiasen con más confianza, ya se saben lo que dice el refrán: “dos no se odian si una de ella no quiere”. Además, no iba a ser ella quien rompiera los tiempos establecidos como correctos para el cortejo del odio.
—La gente de ciudad soy de corazón muy pequeño por lo que me doy cuenta. Él día que aparezca las licántropas en tu venta no sobrevivirás para contarlo. Según tengo entendido el aullido en las noches de luna nueva os aterroriza a la gente de ciudad, mientras que para la gente de aquí no es más que una nana nocturna que nos dedican. Da gracias que he sido yo—le advirtió con una sonrisa dibujada en los labios.
—Me dejas mucho más tranquila—comentó Amara con ironía.—Pero lo que no entiendo que haces aquí.
—Pues despertarte para ir a la romería de la Virgen del Matojo.
—Pero si aún no ha amanecido…
—Otra excusa más de urbanita. ¡Cómo sabía yo que tratarías de escaquearte! ¿No sabes que las buenas romerías se celebran de noche? Empezó a las doce de la noche—hablaba sin parar negándole la posibilidad a replicarle. —Vístete que aún estás a tiempo de disfrutar lo mejor—le tomó de la mano obligándole a levantarse de la cama.
—¡Dios mío!¡Me ha tocado la loca del pueblo como vecina! ¡¿Ganas algo por quererme amargar la vida?!—Se zafó de la mano de Leocadia.—Trabajo todos los días para que vengas tu a tocarme los ovarios queriéndome sacar de la cama para celebrar una fiesta que posiblemente solo exista en tu imaginación. ¡¿Podrías dejarme dormir y vivir?!
—¿Así que piensas qué la romería es mentira? Hagamos un trato si te llevo al prado y no hay nada me olvidaré que existes y te dejaré tranquila con tus costumbres de ciudad—le tendió la mano en señal de acuerdo.
—Acepto—le estrechó la mano.—Dame un minuto para que me pueda vestir.
—¿Vestirte para qué? A la Romería va todo el mundo desnudo…Pero por ser tu primer año te puedes vestir. Fíjate yo también me dejaré la ropa para que no te sientas incomoda siendo la única que no va desnuda—añadió viendo la cara de estupefacción de Amara.
Cuando Amara llegó a aquel prado junto al río donde se reunía absolutamente toda la población de Santa Pacífica del Trabuco, lo que menos le preocupó fue que todos estuviesen desnudos, había andado tanto que tan sólo le preocupó el dolor de pies que tenía. No es que el lugar distase mucho del pueblo, pero según Leocadia la tradición exigía que antes de arrancar a la Virgen del matojo de donde procedía su nombre y sembrar a las santas y santos que al año siguiente vigilarían los sembrados cuando creciesen, debía de caminarse en círculos hasta llegar al punto de encuentro. Apenas prestó atención a los rituales que se llevaban a cabo antes de comenzar la fiesta propiamente dicho. Sus pies merecían mucha más atención que aquella celebración absurda y sin sentido.
¿Quién le mandaría a ella mudarse a la campiña de San Retorno? Pero su deseo de llevar una vida alejada de la contaminación, más sana y menos artificial le habían hecho alquilarse una casita en el pueblo de Santa Pacífica, apenas distaba doce kilómetros de Jerez, o esa fue la milonga que le contó a sus familiares y amistades. Si se había mudado hasta aquel lugar inhóspito fue porque, primero su empresa había hecho una restructuración de personal y le obligaba o bien a irse a Jerez o de cabeza para al paro, así que entre lo uno y lo otro eligió lo último. Lo segundo y no menos importante, aunque hubiese seguido trabajando en Madrid no tenía suficiente dinero para seguir pagando aquel coqueto ático situado en pleno barrio de Malasaña, básicamente porque hasta hacía menos de dos meses lo había estado pagando a medias con Sofía, su ex pareja, que de la noche a la mañana le abandonó por un ilusionista de tres al cuarto. Sin duda Sofía era el tercer motivo, mantenerse en Madrid era torturarse. No le apetecía seguir pasando por los mismos lugares y sitios que había compartido con ella. Temía pasear por el Rastro y verla agarrada de la mano de su nuevo amor. Por eso sintió necesidad de huir a un lugar alejado y recóndito que no le pudiese recordar a Sofía.
Gracias a que se acordó de aquello aceptó beber el hidromiel que a cada rato le ofrecía algún vecino del pueblo. Tras beberse un par de botellas de la espirituosa bebida, que, según la concejala de fiestas, le traía cada año el mismísimo Baco desde el Olimpo, no tardó en sentirse en sintonía con la romería. Se desnudó, cantó, e incluso participó en las carreras de centauros. No muy lejos de ella Leocadia lloraba de felicidad, con aquella inmersión de Amara en las tradiciones locales ganaba en confianza como para atreverse a llevar a cabo el cortejo del odio.
Como el odio es un sentimiento que ha de ir labrándose poco a poco, Leocadia le permitió un par de semana de tregua a Amara, pese a que esta no tuvo constancia de la misma. No la molestó. Tan siquiera hizo por cruzarse con ella simulando que pasaba casualmente por su calle. No quería agobiarla. No quería que Amara se terminase encariñando de ella. Lo que menos pretendía era que se acabase enamorando de ella. Pero el decimoquinto día tras la Romería no pudo resistir más. Fue a visitarle a su casa. Esta vez no esperó a que fuese de noche, no quería asustarla, aunque no entendía el motivo por el que le atemorizaba verle a los pies de su cama por las noches, no obstante, tampoco en aquella ocasión le resultó grato verla.
—¡¿Pero cómo coño lo haces?!—le gritó sentada en el váter. ¿No podrías hacer como las personas normales y anunciar tu llegada llamando a la puerta? No es cómodo tener a alguien delante mientras estás evacuando.
—¡Lo normal dice, la zagala! Eso será lo que hacéis los raritos de la ciudad—se rio con su propio comentario.—Además, ¿qué tiene de incomodo cagar delante de alguien? Si jiñar es lo más normal del mundo. Sabes que soltar el truño delante de otra persona es de las cosas que más une…
—¡¿Pero qué clase de guarrada es esa?!¡Cómo si yo quisiera tener confianza contigo! Sal, aunque sea un momento—le imploró.
—Hay que mujer más pudorosa—le pellizcó el cachete.—Tu aprieta que yo apenas huelo, me caí de pequeña de una encina cuando me empujó un hada y desde entonces perdí el sentido del olfato.
—¡¿Pero qué quieres?!¡¿Para qué vienes?!
—Venía a invitarte a la cacería de este próximo fin de semana. Vamos a cazar a un dragón cerca del río—le informó con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué clase de locura es esa? Tú de verdad estás chalada.
—De locura nada que luego hacemos una barbacoa muy rica con la carne. ¿Lo has probado alguna vez?
—¿Pero tú te estás oyendo, criatura? Todas esas cosas de las que me hablas sólo existen en tu imaginación—le tocó en la sien.
—Tampoco te creías lo de la Romería de la Virgen del Matojo y al final te lo pasaste genial. Estuviste plenamente integrada con las costumbres del pueblo.
—¡¿Qué romería ni que niño muerto?! Lo mejor será que vayas a un psiquiatra.
—Normal que no te acuerdes de nada, llevabas una cogorza de campeonato. Te pusiste hasta el culo de hidromiel—se mofó.—Si es que la gente de ciudad no sabéis beber.
—Pero yo…no….sólo recuerdo levantarme a las seis con resaca. Pensé…que lo había soñado…¡Este pueblo me está haciendo perder la cabeza!
—Fue tan real como que estoy aquí. Y ahora límpiate el culo que nos vamos.
—¿Pero no has dicho qué la cacería es el próximo fin de semana?
—Sí, pero es para que te vengas a escuchar la trolea.
—¿Qué es la trolea?
—Es la época de celo de los trolls. Es increíble el sonido de las hembras queriendo atraer a los machos. Resuenan en toda la campiña.
—No, gracias. Prefiero reservar fuerzas para la cacería—comentó con la mayor delicadeza del mundo para no alterar a Leocadia.—Por cierto, ¿Cómo narices se caza un dragón?
—Ya lo descubrirás cuando llegué el momento—contestó con una sonrisa picarona mientras salía del baño.
A la mañana siguiente mientras salía del pueblo en dirección a Jerez con su coche, Amara tuvo casi la certeza de que se estaba volviendo tarumba. Sin duda su salud mental jamás había estado tan en riesgo de verse perjudicada antes de llegar a santa Pacífica del Trabuco. Se planteó que no podía ser real lo que estaba viendo en aquel momento con sus propios ojos: un señor lejos de pasear como el común de los mortales a un perro estaba paseando a un basilisco. Para quienes desconozca que es este animal decirle que se trata de una mezcla entre una gallina gigante, una iguana y un murciélago. Se comenzó a plantear muy seriamente el hecho de cogerse un piso en Jerez. ¿Para qué necesitaba una casa para ella sola? Posiblemente le saldría más cara, pero al menos lograría no perder la poca cordura que le quedaba.
Enfrascada como iba en estos pensamientos casi atropella a una mujer que en el escaso arcén levantaba el dedo a la espera de que algún coche le llevase hasta Jerez. Tuvo que dar un fuerte frenazo para no lanzarla a dos metros de su posición.
—¡¿Pero señora cómo se le ocurre hacer autoestop en una carretera como esta?!—le gritó.
—No te creas que a mí me gusta ponerme a parar los coches, ni ir andando por la carretera, con la desaprensivos que hay al volante. pero se ve que al autobús de línea no le ha dado por pasar y hoy tenía que ir hacerme unas pruebas muy importantes al hospital de Jerez—se excusó la pobre señora mientras se secaba el sudor de la frente producido por el susto.
—Anda suba que la llevo—se apiadó.
—Muchas gracias, hija. No sabes cuánto te lo agradezco—le sonrió mientras se acomodaba en el asiento del copiloto del coche.—Estaba pensando que no iba a llegar a tiempo, y ya sabes cómo está la sanidad pública, si no aprovechaba la cita me la podían volver a dar para dentro de seis meses o un año y para entonces yo ya podría estar muerta.
—No diga eso, señora. No será para tanto—trató de congraciarse con la mujer.
—No sé yo, me comentaron la última vez que quizás el cáncer había producido metástasis—comentó con voz queda.
—¿Y cómo es qué no le ha podido llevar nadie?—cambió radicalmente de tema incomoda por la metedura de pata.
—Mis dos hijos viven en Sevilla y no quieren saber nada de mí ni del pueblo—dijo conformista.—Dicen que en la campiña de san Retorno tenemos pocas miras, que deberíamos fijarnos mucho más en cómo se hacen las cosas en la ciudad. ¡Como si lo de la gente de ciudad fuese lo válido!—Hizo varios aspavientos mientras hablaba.—No somos raros, tan sólo tenemos un punto de vista diferente.
—Me debe de reconocer que son un tanto peculiares—aportó Amara.—Fíjese a mí cada dos por tres se me cuela mi vecina en casa y hasta me ha hecho creer que el otro día estuve en una Romería de madrugada y que el próximo fin de semana nos vamos a ir a cazar un dragón. ¿Se lo puede usted creer?—forzó una sonrisa.
—No te ha hecho creer que nada, simplemente es que el Espíritu del Retorno te ha invadido.
—¿Y qué es eso del espíritu del Retorno?
—Pues que te has acostumbrado a mirar la vida desde nuestro prisma quitándote las gafas de urbanita que empañan la realidad y ocultan las cosas sencillas e inclusos la más importante de tu vida. ¿Acaso no es mejor afrontar la vida como una aventura en lugar de como una tortuosa rutina?
—Creo que lleva usted razón, tal vez hasta ahora no he sabido ver más allá de mis narices.
—Y ahora tampoco porque esa vecina de la que me hablas, que deduzco que debe ser la Leocadia, la hija del Sombrerero y la Elfa, realmente no te está invitando a cazar un dragón.
—Ah, ¿no?
—No, ella te odia y quieres hacerte en el río el cortejo del odio.
—¿Pero por qué me odias si yo no le he hecho nada? Si alguien tiene que odiar a alguien esa soy yo a ella. La odio—sentenció.
—Te odia porque en este pueblo hasta para enamorarse de alguien somos particulares—le contestó riendo.—Y a ti también te gusta pero te niegas a admitir que te puedes enamorar de alguien de pueblo.
—Puede ser—admitió. En el fondo y pese a sus peculiares le atraía Leocadia.
El domingo siguiente cuando Leocadia y Amara se encontraron frente a frente dieron rienda suelta a su deseo: ambas se golpearon con garrotes para demostrar cuanto se odiaban. Lo que viene siendo lo habitual, un odio a primera vista.