El tiempo no está para perderlo sino para aprovecharlo,
por esto mismo jamás viste a Pedro ocioso, aunque siendo fieles a la verdad,
posiblemente nunca llegaste a toparte con él. Estaría ocupado. Encontrarlo parado más de treinta segundos en
un punto, resultaba tan inusual como encontrar mariposas en el baño. Pedro
siempre iba tan acelerado por la vida que incluso adelantaba al viento.
Su día comenzaba bien pronto, a eso de las cinco de
la madrugada. Nada más levantarse peregrinaba hasta la cocina para espabilar a
los electrodomésticos encargados de hacerle el desayuno. Mientras las máquinas
bostezaban haciendo su labor de manera perezosa, él aprovechaba para realizar
sus abluciones matutinas y enfundarse en un chándal. Cuatro minutos exactos.
Se mantenía en pie como la infantería a la espera de
una carga de caballería mientras desayunaba: una tostada con aceite y un café
ni demasiado caliente como para esperar a que se enfriase, ni demasiado frío
como para que resultase molesto a la garganta, aunque puesto a elegir lo
prefería frío con tal de no perder el tiempo. Aun así, tenía todo tan calculado
que el café y las tostadas siempre salían a la temperatura justa.
No había dado el último sorbo del café cuando salía
por la puerta de su casa. Siempre iba corriendo hasta el gimnasio, no por una
cuestión deportiva, sino más bien por no malgastar el tiempo haciendo ejercicio
de cardio allí. Treinta y tres minutos exactos de carrera, justo los necesarios
para mantener una buena resistencia.
Una vez en el centro deportivo torturaba sus
músculos durante exactamente una hora y cuarto, ni un minuto más, exactamente
los necesarios para tener un aspecto saludable, nada de músculos hipertrofiados,
ni nada tan nimio como parecer que no iba al gimnasio. A continuación, una
ducha de cuatro minutos y veinte segundos antes de emprender el camino hacia el
trabajo situado a menos de dos minutos de allí.
Una vez en el edificio donde se situaba su empresa,
no esperaba más de cuarenta segundos a la llegada del ascensor. Si el elevador
se retrasaba más de diez segundos, Pedro ascendía por las escaleras hasta la
planta séptima donde se situaba su oficina. Dos minutos y catorces segundos
exactos.
Se pasaba casi diez horas trabajando, tan sólo hacía
dos recesos a lo largo de la jornada, uno de doce minutos y treinta y tres
segundos para almorzar, la mayoría de las veces algún alimento precocinado que
tan sólo tenía que calentar y que para más inri le había llevado hasta su mesa
algunos de los becarios de la empresa, y el otro de apenas minuto y cincuenta y
dos segundos para tomar un café a media tarde.
Una vez concluida la jornada laboral, de vuelta a
casa paraba en alguna tienda para comprarse un sándwich que ir tomando de cena
mientras caminaba. Pedro gozaba de poca paciencia como para sentarse a comer.
Anhelaba llegar pronto a casa para poder sentarse frente al ordenador a
escribir la novela que lo sacaría de aquella vida monástica que él mismo se
había impuesto. “Quien algo desea, algo le cuesta”, se repetía mientras
tecleaba hasta las dos de la madrugada una de sus historias, historias que las
editoriales siempre rechazaban. “Su obra está muy bien escrita, pero no logramos
empatizar con ella. Es como si sus personajes estuviesen estresados y no
tuviesen alma”. Era la respuesta más habitual de las editoriales. Luego
empleaba diez minutos en leer un capítulo del libro que reposaba en su mesilla
de noche para empezar de nuevo el mismo maratón al día siguiente.
Pero por más que se empeñase Pedro, el mundo siempre
está en constante cambio.
Todo comenzó una mañana cuando el despertador
decidió adelantar los Idus de Marzo para traicionarlo. No le apuñaló como a
Cesar, pero sí lo hice emerger de la neblina del sueño cinco minutos más tarde.
Malhumorado miró el teléfono como sólo se puede observar a un enemigo. Le acusó
del retraso. En su fuero más interno, Pedro sintió como el despertador del móvil
se burlaba de él. Le había hecho perder un tiempo valiosísimo. Enfurecido,
estrelló el móvil esparciendo trozos de pantalla por toda la habitación como si
fuese la espuma de una ola al romper.
Aunque la rebeldía de las maquinas no se limitó al
móvil, tanto la tostadora como la cafetera decidieron acompañarlo en su
deserción como pudo comprobar tras miccionar y lavarse la cara. Ni se produjo
el milagro de convertirse el agua en café, ni el pan salió en su punto, escapó
de las entrañas de la máquina chamuscado como un campo tras pasar el ejército
enemigo por él. Tras maldecir hasta en siete ocasiones su suerte, haberlo hecho
más hubiese sido perder un tiempo precioso, decidió ayunar aquella mañana. Ya
repondría energía durante el almuerzo, pensó tras volverse atar los cordones de
las zapatillas deportivas, que ya se le habían desatado hasta en tres
ocasiones, antes de salir a correr hasta el gimnasio.
Sin entender muy bien porqué, tardó hasta siete
minutos más de lo habitual en realizar el trayecto. Quizás, el hecho de tenerse
que volver atar los cordones hasta en tres ocasiones más, tuviese algo que ver,
aunque también sintió como si sus piernas no le respondiesen. Como si hubiese
recuperado la visión, durante el recorrido descubrió cosas en las que no se
había fijado hasta entonces: vio como los operarios limpiaban las calles antes
de despuntar el alba, como una señora miraba resignada hacia el infinito
mientras su perro olisqueaba un árbol decidiendo si era el lugar adecuado para
defecar o simplemente como un vulgar gorrión bebía de un charco.
No quiso
darle más importancia de la necesaria a su demora y decidió ejercitarse como
todos los días, pero en su particular guerra contra Pedro, ni las máquinas del
gimnasio quisieron funcionar de forma correcta. Chirriaban con cada acometida o
simplemente se negaban a desarrollar su labor. Era una imitación de huelga de
brazos, en este caso metales, caídos. Ofuscado tras acometer los ejercicios
hasta en cuatro máquinas, decidió dejarlo antes de lo habitual. Posiblemente
hasta no le vendría mal. De esa forma casi podría recuperar el tiempo perdido
anteriormente.
Soportó la ducha de agua fría con estoicismo. Optó
por tomárselo con filosofía, gracias a eso acabó antes y recuperó varios
minutos que había perdido previamente. Pero si hubo algo que le hizo perder su
actitud de héroe de tragedia griega, eso sin duda fue el descubrimiento de una
serie de protuberancias en la planta de los pies. Lo notó mientras se colocaba
los calcetines. Con bastante asco los palpó. Maldijo hasta en siete ocasiones
su suerte. Había cogido hongos. Le ofuscó bastante aquel contratiempo. No
entendía cómo pese a llevar siempre zapatillas en la ducha los había cogido. Si
no fuese porque iba con prisa, se habría parado a poner una reclamación en la
recepción del gimnasio.
Por si no fuese poco, el trayecto habitual de dos
minutos se multiplicó inesperadamente por diez. Sin motivo aparente el suelo
parecía haber adquirido la cualidad del pegamento. Cada paso le supuso un
esfuerzo sobrehumano. Cada esfuerzo un poco más de frustración. La frustración
le hizo abandonar los zapatos como si fuesen dos barcos naufragados en mitad de
la calle.
Resoplando, llegó hasta la entrada del edificio de
su empresa. Pudo comprobar con hastío como la rebelión de las máquinas había
llegado hasta las últimas consecuencias. Los ascensores ese día no estaban
dispuestos a mover sus engranajes. Era como si se negarán a encerrar a los
empleados en sus jaulas laborales.
Con decisión
Pedro enfiló las escaleras, pero tal y como le había sucedido en la calle,
ascender hasta la segunda planta le supuso el mismo esfuerzo que coronar el
Everest. Hastiado, se quitó los calcetines, pero en el descansillo entre la
segunda y la tercera planta notó como las protuberancias de las plantas de los
pies se hacían mucho más prominentes, sin embargo, no estaba dispuesto a
rendirse.
Entre la cuarta y la quinta planta dejó un reguero
de sangre, mientras que, en el descansillo entre la sexta y la séptima, justo
la planta donde estaba su despacho, no le quedó otra que rendirse. Sus pies se
habían quedado anclados al suelo. Las protuberancias se habían transformado en
raíces. Dio igual cuanto gritase pidiendo ayuda, nadie lo oyó. Absolutamente
nadie en su oficina usaba las escaleras. Posiblemente el resto de empleados de
su empresa habrían esperado a que arreglasen los ascensores sin atreverse a
subir ni un solo peldaño.
Vencido, Pedro se dedicó a observar el mundo desde
un ventanal cercano durante días. No necesitó comer ni beber. Comenzó a
alimentarse del rocío de la mañana y de las partículas del viento. Enraizado en
su nueva posición en la vida, descubrió que tras contemplar la realidad desde
una perspectiva más calmada, podía escribir una buena historia, un relato con
alma, pero desgraciadamente era tarde. Inmóvil no podía hacer nada más que
observar.