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miércoles, 30 de marzo de 2022

La Rutina (CUENTO)

El tiempo no está para perderlo sino para aprovecharlo, por esto mismo jamás viste a Pedro ocioso, aunque siendo fieles a la verdad, posiblemente nunca llegaste a toparte con él. Estaría ocupado.  Encontrarlo parado más de treinta segundos en un punto, resultaba tan inusual como encontrar mariposas en el baño. Pedro siempre iba tan acelerado por la vida que incluso adelantaba al viento.

Su día comenzaba bien pronto, a eso de las cinco de la madrugada. Nada más levantarse peregrinaba hasta la cocina para espabilar a los electrodomésticos encargados de hacerle el desayuno. Mientras las máquinas bostezaban haciendo su labor de manera perezosa, él aprovechaba para realizar sus abluciones matutinas y enfundarse en un chándal. Cuatro minutos exactos.

Se mantenía en pie como la infantería a la espera de una carga de caballería mientras desayunaba: una tostada con aceite y un café ni demasiado caliente como para esperar a que se enfriase, ni demasiado frío como para que resultase molesto a la garganta, aunque puesto a elegir lo prefería frío con tal de no perder el tiempo. Aun así, tenía todo tan calculado que el café y las tostadas siempre salían a la temperatura justa.

No había dado el último sorbo del café cuando salía por la puerta de su casa. Siempre iba corriendo hasta el gimnasio, no por una cuestión deportiva, sino más bien por no malgastar el tiempo haciendo ejercicio de cardio allí. Treinta y tres minutos exactos de carrera, justo los necesarios para mantener una buena resistencia.

Una vez en el centro deportivo torturaba sus músculos durante exactamente una hora y cuarto, ni un minuto más, exactamente los necesarios para tener un aspecto saludable, nada de músculos hipertrofiados, ni nada tan nimio como parecer que no iba al gimnasio. A continuación, una ducha de cuatro minutos y veinte segundos antes de emprender el camino hacia el trabajo situado a menos de dos minutos de allí.

Una vez en el edificio donde se situaba su empresa, no esperaba más de cuarenta segundos a la llegada del ascensor. Si el elevador se retrasaba más de diez segundos, Pedro ascendía por las escaleras hasta la planta séptima donde se situaba su oficina. Dos minutos y catorces segundos exactos.

Se pasaba casi diez horas trabajando, tan sólo hacía dos recesos a lo largo de la jornada, uno de doce minutos y treinta y tres segundos para almorzar, la mayoría de las veces algún alimento precocinado que tan sólo tenía que calentar y que para más inri le había llevado hasta su mesa algunos de los becarios de la empresa, y el otro de apenas minuto y cincuenta y dos segundos para tomar un café a media tarde.

Una vez concluida la jornada laboral, de vuelta a casa paraba en alguna tienda para comprarse un sándwich que ir tomando de cena mientras caminaba. Pedro gozaba de poca paciencia como para sentarse a comer. Anhelaba llegar pronto a casa para poder sentarse frente al ordenador a escribir la novela que lo sacaría de aquella vida monástica que él mismo se había impuesto. “Quien algo desea, algo le cuesta”, se repetía mientras tecleaba hasta las dos de la madrugada una de sus historias, historias que las editoriales siempre rechazaban. “Su obra está muy bien escrita, pero no logramos empatizar con ella. Es como si sus personajes estuviesen estresados y no tuviesen alma”. Era la respuesta más habitual de las editoriales. Luego empleaba diez minutos en leer un capítulo del libro que reposaba en su mesilla de noche para empezar de nuevo el mismo maratón al día siguiente.

Pero por más que se empeñase Pedro, el mundo siempre está en constante cambio.

Todo comenzó una mañana cuando el despertador decidió adelantar los Idus de Marzo para traicionarlo. No le apuñaló como a Cesar, pero sí lo hice emerger de la neblina del sueño cinco minutos más tarde. Malhumorado miró el teléfono como sólo se puede observar a un enemigo. Le acusó del retraso. En su fuero más interno, Pedro sintió como el despertador del móvil se burlaba de él. Le había hecho perder un tiempo valiosísimo. Enfurecido, estrelló el móvil esparciendo trozos de pantalla por toda la habitación como si fuese la espuma de una ola al romper.

Aunque la rebeldía de las maquinas no se limitó al móvil, tanto la tostadora como la cafetera decidieron acompañarlo en su deserción como pudo comprobar tras miccionar y lavarse la cara. Ni se produjo el milagro de convertirse el agua en café, ni el pan salió en su punto, escapó de las entrañas de la máquina chamuscado como un campo tras pasar el ejército enemigo por él. Tras maldecir hasta en siete ocasiones su suerte, haberlo hecho más hubiese sido perder un tiempo precioso, decidió ayunar aquella mañana. Ya repondría energía durante el almuerzo, pensó tras volverse atar los cordones de las zapatillas deportivas, que ya se le habían desatado hasta en tres ocasiones, antes de salir a correr hasta el gimnasio.

Sin entender muy bien porqué, tardó hasta siete minutos más de lo habitual en realizar el trayecto. Quizás, el hecho de tenerse que volver atar los cordones hasta en tres ocasiones más, tuviese algo que ver, aunque también sintió como si sus piernas no le respondiesen. Como si hubiese recuperado la visión, durante el recorrido descubrió cosas en las que no se había fijado hasta entonces: vio como los operarios limpiaban las calles antes de despuntar el alba, como una señora miraba resignada hacia el infinito mientras su perro olisqueaba un árbol decidiendo si era el lugar adecuado para defecar o simplemente como un vulgar gorrión bebía de un charco.

 No quiso darle más importancia de la necesaria a su demora y decidió ejercitarse como todos los días, pero en su particular guerra contra Pedro, ni las máquinas del gimnasio quisieron funcionar de forma correcta. Chirriaban con cada acometida o simplemente se negaban a desarrollar su labor. Era una imitación de huelga de brazos, en este caso metales, caídos. Ofuscado tras acometer los ejercicios hasta en cuatro máquinas, decidió dejarlo antes de lo habitual. Posiblemente hasta no le vendría mal. De esa forma casi podría recuperar el tiempo perdido anteriormente.

Soportó la ducha de agua fría con estoicismo. Optó por tomárselo con filosofía, gracias a eso acabó antes y recuperó varios minutos que había perdido previamente. Pero si hubo algo que le hizo perder su actitud de héroe de tragedia griega, eso sin duda fue el descubrimiento de una serie de protuberancias en la planta de los pies. Lo notó mientras se colocaba los calcetines. Con bastante asco los palpó. Maldijo hasta en siete ocasiones su suerte. Había cogido hongos. Le ofuscó bastante aquel contratiempo. No entendía cómo pese a llevar siempre zapatillas en la ducha los había cogido. Si no fuese porque iba con prisa, se habría parado a poner una reclamación en la recepción del gimnasio.

Por si no fuese poco, el trayecto habitual de dos minutos se multiplicó inesperadamente por diez. Sin motivo aparente el suelo parecía haber adquirido la cualidad del pegamento. Cada paso le supuso un esfuerzo sobrehumano. Cada esfuerzo un poco más de frustración. La frustración le hizo abandonar los zapatos como si fuesen dos barcos naufragados en mitad de la calle.

Resoplando, llegó hasta la entrada del edificio de su empresa. Pudo comprobar con hastío como la rebelión de las máquinas había llegado hasta las últimas consecuencias. Los ascensores ese día no estaban dispuestos a mover sus engranajes. Era como si se negarán a encerrar a los empleados en sus jaulas laborales.

 Con decisión Pedro enfiló las escaleras, pero tal y como le había sucedido en la calle, ascender hasta la segunda planta le supuso el mismo esfuerzo que coronar el Everest. Hastiado, se quitó los calcetines, pero en el descansillo entre la segunda y la tercera planta notó como las protuberancias de las plantas de los pies se hacían mucho más prominentes, sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse.

Entre la cuarta y la quinta planta dejó un reguero de sangre, mientras que, en el descansillo entre la sexta y la séptima, justo la planta donde estaba su despacho, no le quedó otra que rendirse. Sus pies se habían quedado anclados al suelo. Las protuberancias se habían transformado en raíces. Dio igual cuanto gritase pidiendo ayuda, nadie lo oyó. Absolutamente nadie en su oficina usaba las escaleras. Posiblemente el resto de empleados de su empresa habrían esperado a que arreglasen los ascensores sin atreverse a subir ni un solo peldaño.

Vencido, Pedro se dedicó a observar el mundo desde un ventanal cercano durante días. No necesitó comer ni beber. Comenzó a alimentarse del rocío de la mañana y de las partículas del viento. Enraizado en su nueva posición en la vida, descubrió que tras contemplar la realidad desde una perspectiva más calmada, podía escribir una buena historia, un relato con alma, pero desgraciadamente era tarde. Inmóvil no podía hacer nada más que observar.

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