Hay ocasiones que creamos expectativas sobre cosas que tan siquiera conocemos, al menos en mi caso esta afirmación resulta tan cierta como que existe la noche y el día. No lo digo a la ligera. Pero no construyamos la casa por el tejado. Lo primero, por una cuestión de educación, es presentarme, además en cierto modo os ayudará a comprender la historia que ardo en deseos de narraros:
Mi
nombre es Águeda Sarausa, nacida en Valladolid, capital de Castilla la Vieja,
aunque con apenas ocho años a mi padre, catedrático de Historia del Arte de
profesión, lo trasladaron a la Universidad Pontificia de Salamanca, por lo que
la mayoría de mis recuerdos de infancia y juventud pertenecen a esta ciudad.
Nunca
me he considerado como la media. Desde muy pequeña mi espíritu curioso me hizo
ser muy diferente al resto de las niñas de mi edad. Mientras ellas jugaban a
las muñecas, yo me dedicaba a diseccionar pequeños animalillos. Incluso mis
padres preocupados por estas conductas llegaron a llevarme a un psicólogo. Lo
que para otros era afán científico, para mis progenitores era sadismo. Quizás
debido a esa curiosidad intrínseca, morbo, y cierto gusto por la sangre, (todo
sea dicho de paso), hicieron que años más tarde estudiará la carrera de
criminología, pese a que nadie en mi familia estaba muy por la labor de apoyar
tal decisión.
Aunque
curiosamente este ha sido el único acto de rebeldía en mi vida, al menos que yo
recuerde. Habitualmente soy una mujer apacible y de trato fácil, tan fácil que
todo el mundo me toma el pelo. Sino que se lo pregunten a mi ex novio. Fue
capaz de engañarme durante dos años porque pese a las evidencias yo siempre hui
de los conflictos. Hubo un momento en que no pude seguir haciendo la vista
gorda, básicamente porque Jenaro decidió reafirmar su relación casándose con la
otra.
Opté
por poner tierra de por medio alejándome lo máximo posible del foco del dolor.
Hacía dos años había logrado mi plaza como inspectora de policía especializada
en homicidios. Gracias a mi nota, la mejor de toda España, pese a que este
comentario pueda resultar prepotente, logré plaza en Salamanca, pero llegado a
aquel punto de mi vida busqué una plaza lejana. Hubo dos factibles: Santander y
Cádiz. Esta última, a priori resultaba mucho más tranquila que la otra. “En el
sur nunca suele pasar nada de interés”, pensé para mi misma. Yo necesitaba
tranquilidad.
Cuando
se enteraron de la noticia mucho de mis compañeros se mofaron de mi. Se
burlaban diciendo que mi traslado solo respondía a un deseo de no hacer nada.
Muchos afirmaban que me daría la vida padre, todo el día disfrutando de las
playas, comiendo pescaito frito, y durmiendo la siesta como todo buen andaluz.
Pero todos estábamos terriblemente equivocados,
pues apenas dos semanas, tras haber accedido a mi plaza en Cádiz, los tópicos
se hicieron añicos. Fue una mañana del mes de julio cuando me trasladé junto
con una patrulla de la policía nacional hasta la Caleta. La Caleta es una playa
urbana y sumamente pequeña, aunque es la más emblemática para los gaditanos,
quiero creer por su similitud con la zona del Malecón de la Habana
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