De
haber ido sola, o al menos haber podido contactar con el comisario, hubiese
montado un dispositivo importante para entrar en casa de Ernesto, el sobrino
del comisario, pero como Carmen se negó a que llamase a su marido, eso hubiese
supuesto una bronca matrimonial, llegamos juntas hasta una casa, posiblemente
un antiguo palacete de algún comerciante del siglo XVIII situado en el barrio
de la Viña, uno de lo más castizos de la ciudad de Cádiz, donde nos recibió la
madre del sospechoso.
Tras
entrar en el domicilio pronto me di cuenta que la relación entre cuñadas no era
precisamente ideal. Guardaron las formas en la medida de lo posible,
posiblemente por mi presencia, aunque se lanzaron varias puyas envenenadas
(hablo siempre de manera dialéctica).
—Mi
Ernesto no llega hasta eso de la una—anunció la cuñada. —No sabía que se
hablaba con una muchacha tan mona, no como otras.
La
mujer trató de amenizar la espera sirviendo refrescos, embutidos, y una charla
insulsa acerca de cierta famosa que habían pillado con un retirado actor porno.
Me sentí aliviada cuando vi entrar a mi principal sospechoso. De haber seguido
oyendo aquella charla me hubiese marchado.
—Ernestito
hijo, está señorita ha venido hablar contigo—comentó la madre con gesto
socarrón.
—Sube
conmigo—me invitó con la mejor de sus sonrisas. —A no ser que quieras seguir
oyendo los precios del pescado en la plaza.
Silenciosa
subí la escalera tras él. Mantuve el semblante sereno. No quería delatar antes
de lo necesario el motivo de mi visita.
—Fue
muy feo por tu parte no contestarme el otro día. ¿Acaso no te gustaron mis
besos? —comentó con tono jovial.
—No
he venido por eso.
—Pues
tú dirás—se sentó en la cama. —No te quedes ahí de pie—tocó la cama invitando a
sentarme junto a él.
—Estoy
bien así. —rechacé mientras me temblaban las piernas.
—Como
prefieras, aún así sentada estarías más cómoda.
—No
vengo a visitarte a nivel personal, vengo como inspectora de policía—expliqué.
—He leído tus comentarios en el Diario de Cádiz.
—¿Esta
acaso prohibido verter tus opiniones libremente en el periódico? —comentó
sarcástico. —¿Qué pretendes decirme?
—Todos
tus comentarios aparecen cuando aparece un muerto.
—¿Acaso
eso me convierte en sospechoso, o peor, en el asesino?
—Ni
mucho menos. Pero das a entender que los que murieron lo merecían—planteé mis
dudas.
—Es
que lo merecían. Esa gente era indigna. No merecían pisar suelo gaditano.
—¡¿Cómo
puedes decir eso?!
—Un
policía traficante, un comparsista popero, y un jugador del Cádiz de Jerez.
¿Dónde se entiende eso?
—Me
estás preocupando—le miré sorprendida. —Espero que me estés vacilando.
—Ni
mucho menos. Jamás en mi vida hablé tan en serio. —su mueca se tornó seria.
—Jamás
creí que pensases así. —comenté entristecida.
Era
como si todos los hombres que pasaban por mi vida no fuesen más que psicópatas
y descerebrados.
—Odio
que mancillen la pureza de mi ciudad. Odio que en semana santa se cargué a lo
sevillano. Odio que la gente no valore la Caleta, la Alameda, Puerta Tierra...
Odio que nos tengan que enterrar en Chiclana, ¿dónde se ha visto eso?
—Esas
palabras no te ayudan—le advertí. —No haces más que inculparte.
—Mis
sentimientos no demuestran culpabilidad—replicó. —¿Acaso se puede condenar a
alguien por sus pensamientos? ¿Acaso me pueden detener por amar Cádiz?
—Voy
a tener que detenerte.
—No
tienes pruebas contra mi norteña—se burló.
—Puedo
acusarte de incitación a la violencia.
—¿Por
los comentarios del diario? No me hagas reír—se burló descaradamente de mí.
—CHIRIgotero88,
el número nazi por excelencia. —argumenté.
—¡Serás
lerda! 88 no es de Heil Hitler sino de Herederos de Hércules. —soltó una
carcajada. —Somos un grupo de gente que amamos nuestra ciudad. Un grupo que
jamás se ha escondido. ¿Acaso nos quieres comparar con la Serva Bari sevillana?
—señaló a un grupo ultra sevillano dispuesto a acabar con quienes desafiaban
las tradiciones sevillanas.
Me
sentí estúpida. Había lanzado una acusación sin prueba alguna. Yo doña metódica
haciendo hipótesis sin base argumental. Me habría gustado que me tragase la
tierra ante la mirada de prepotencia de Ernesto. Me habría ido con el rabo
entre las piernas de no ser por la oportuna llamada del comisario.
—Águeda
esta historia se nos ha ido de las manos...
—Tranquilo
comisario, no he detenido a su sobrino. Carezco de pruebas para inculparlo.
—No
tiene nada que ver con eso. En el buzón de comisaria acabamos de recibir una
carta con una nota que dice: “Usted será la próxima norteña” y creo que eso va
por ti. —su voz demostró preocupación.
Por
si las moscas, con la mayor discreción posible me llevé al sobrino a comisaria,
escasos segundos antes me había llamado norteña, aunque no había sido el único
hasta entonces.
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