Cuando
sufres un cambio en tu vida todo comienzas a verlo de otro color. Aquella
mañana Cádiz era un lugar mágico: una ciudad especial, bella, y más acogedora
que nunca. La alegría me llevó a vestirme con una falda corta de tono pastel y
una camiseta de tirantes blanca bastante escotada. Más de un agente se volvió
al verme pasar a su lado. A ninguno le pasó desapercibido mi generoso escote
(estaré delgada pero siempre gasté una talla muy superior a la media). Incluso
el comisario me escrutó de arriba abajo antes de piropearme:
—¡Bendito
sean los borrachos porque ellos verán a una mujer bella dos veces!
—Es
usted muy amable Paco—correspondí sonrojada.
—¡Eso
me sorprende más!¡La inspectora Sarasua llamándome Paco! —se llevó las manos a
la cabeza con gesto teatral.—¿Quién se ha tenido que morir para que eso suceda?
—Fue
usted mismo quien me lo pidió—le sonreí.
—Lo
sé. No sé cuál es la causa, pero me alegro de ese cambio de look y sobre todo
de esa sonrisa que luce hoy. Ya me contará.
—Gracias.
—Antes
del cotilleo me toca informarle de una novedad—sonrió de manera maliciosa. —¿A
qué no sabes quien ha decidido presentarse a declarar sin que nadie se lo haya
pedido?
—No
tengo la menor idea.
—Juan
Carlos Armadón.
—¿Y
ese quién? —a bote pronto aquel nombre no me sonaba de nada.
—Va
siendo hora que vaya conociendo la idiosincrasia de la ciudad, así como a sus
personajes más conocido—comentó sin dejar de sonreír. —Juan Carlos Armadón hace
años escribía las letras de una comparsa con el muerto de la plaza san Antonio,
pero por lo visto hubo una pelea entre ambos porque según el primero su antiguo
amigo se había vuelto muy comercial. ¿Me sigue?
—Ni
lo más mínimo—tuve que admitir.
—El
caso es que por aquella vieja rencilla mucha gente lo está acusando en Cai de
haber sido el causante de la muerte, y antes de que nadie diga nada más ha
preferido presentarse para colaborar en la medida de lo posible.
—Veremos
si este señor como entendido del carnaval me puede orientar con lo del kazoo.
—¿Kazoo?
—se extrañó el comisario.
—Si
ese pito que ambos cadáveres tenían en el recto—le aclaré.
—Cuando
te pones técnica no hay Dios que te entienda, Águeda—levantó la ceja.
—¿Dónde
se encuentra el susodicho?
—En
su despacho—me indicó ante mi mirada de estupefacción. —Un consejo. Como le
dije tenga cuidado. En esta ciudad tocar el sacro santo carnaval es el peor
pecado—lo dijo con tono serio.
Me
fastidió que enviarán aquel hombre a mi despacho, pero más aún encontrar aquel
señor, de cara redondo, de cabello escaso, y de barriga prominente husmeando
entre los papeles de mi mesa y mirando con detenimiento las fotos colgadas de
la pared. Tosí tratando de llamar su atención, pero tras mirarme con aires de
superioridad siguió con su labor de cotillear mi material.
—Buenos
días, mi nombre es Inspectora Sarasua. Si es tan amable tome asiento—señalé el
asiento situado al otro lado de la mesa. Con gesto de fastidio me miró. Se
sentó, pero lo hizo en mi sillón. —Si no le importa ese es mi lugar—indiqué.
—¿Qué
más le da donde me siente? —replicó en tono molesto.
—Como
usted comprenderá ese lugar es el...
—¿Acaso
soy un detenido? ¿Estoy acusado de algo? —me interrumpió haciendo grandes
aspavientos. —He venido por propia voluntad para intentar colaborar y sobre
todo aclarar que este asunto nada tiene que ver conmigo.
—Caballero,
ni nadie le ha acusado de nada, ni han existido motivos para sentirse atacado.
—traté de calmarlo. —Simplemente le he sugerido que me permita sentarme en mi
lugar.
—¿Acaso
no es capaz de hacer su trabajo desde el otro sillón? —me miró de manera
desafiante. —¿No tengo el mismo derecho que usted a sentarme en un lugar
cómodo?
—Quédese
donde le venga en ganas—resoplé. Aquel interrogatorio no sería al uso. —Y ahora
si están amable cuénteme todo lo que usted sepa.
—¿No
debería ser usted quien me hace las preguntas? —cuestionó.
—Lo
primero, dígame qué relación guardaba usted con el fallecido.
—¡¿Esa
es su pregunta?! Medio Cai sabe mi relación con él—volvió a refunfuñar.
—No
estoy obligada a conocer la vida de todos los declarantes de esta
comisaria—repliqué.
—¡Pues
menuda profesional!
—¡¿Perdone,
como ha dicho?!—remarqué con rabia cada una de mis palabras.
—No
se haga la sorda. Lo ha oído a la perfección—se cruzó de brazos y colocó los
pies encima de la mesa tirando al suelo decenas de papeles. —Para este caso lo
que hace falta es un tío hecho y derecho y no una mujer estúpida como usted.
—No
le voy a permitir que por cuestiones de géneros me insulte.
—Tú
me vas a permitir lo que me salga de los cojones.
Perdí
los estribos como jamás lo había hecho. Tal como me acerqué a la mesa de un
manotazo le quité los pies haciéndole perder el equilibrio de la silla. Cayó de
bruces al suelo. Se levantó como un resorte y a punto estuvo de golpearme sino
llega a ser porque por el barullo hizo entrar a dos agentes.
—Agentes
llévense este individuo un rato a los calabozos a ver si así logra
tranquilizarse—pedí ante la cara de estupefacción de ambos policías. Durante
unos segundos pensé que no acatarían mi orden, pero finalmente le pidieron que
los siguiesen.
—¡No
tienes ni puta idea quien soy ni lo que ha hecho!¡Pobre de ti!¡Te va a caer una
gorda encima, norteña! —se marchó amenazándome.
No
había pasado ni medio segundo cuando hizo aparición en mi despacho el
comisario:
—¿Qué
ha sucedido? ¿Acabo de ver pasar camino de los calabozos a Armadón?
—Sí,
lo he ordenado yo. Quiero que se tranquilice. —respondí aún nerviosa.
—¿Y
por qué?
—No
hacía más que desafiarme. No solo ha cuestionado mi profesionalidad, también ha
tratado de denigrarme por ser mujer.
—¡¿Sólo
por eso?!
—¿Acaso
le parece poco? ¡Ha tratado de vejarme por ser mujer, coño ya! —rompí a llorar
de pura rabia.
—La
comprendo—me puso una mano en el hombro. —Conozco el temperamento y el ego del
menda. Aun así, tendremos líos.
—Si
usted lo dispone puedo retirar mi orden.
—No.
Si lo has decidido así, bien hecho está. Necesita una cura de humildad. Aún así
vaya preparándose para las críticas y las manifestaciones en su contra y en la
mía.
—No
era mi intención buscarle problemas—asumí mi responsabilidad.
—Me
trae sin cuidado. Ya era hora de que alguien le plantará cara a mendrugos como
este. —me sonrió.
—Gracias
comi...Paco—dije secándome las lágrimas. —Una última cosa, ¿podría pedirle un
favor?
—Sí,
por supuesto.
—Deme
un abrazo. Lo necesito—me consolé apoyada sobre el pecho del comisario que me
trató como si fuese su hija.
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