CAPÍTULO
6
No
quise tan siquiera mirar el reloj de la mesa de noche cuando sonó el teléfono.
Hacía menos de tres horas me había acostado y no me apetecía tan siquiera sacar
el brazo de la cama para alcanzar el móvil. La razón de tanta “flojera”, como
se viene a decir por Cádiz, estaba en el juego en línea al que solía jugar. Me
había enfrascado en una partida con tal de subir al menos tres niveles en
aquella misma noche y cuando me vine a dar cuenta faltaban unos diez minutos
para las tres de la madrugada. Sin embargo, no me quedó otra que contestar:
—¡Buenos
días Águeda! Creo que ha llegado el momento de saltar de la cama—escuché al
otro lado de la línea nada más descolgar.
—¿Comisario?
—O
Paco, como suelen llamarme, si soy yo—comentó en su habitual tono de chanza.
—¿Qué
ha sucedido?
—Será
mejor que lo veas con tus propios ojos. Esto no tiene desperdicio.
—¿Dónde?
—¿Sabes
dónde está la plaza de San Antonio?
—He
estado, pero no tengo ni idea de cómo llegar hasta allí en coche—admití. Aquel
entramado de callejas por el centro de la ciudad jamás me había gustado para ir
con mi vehículo.
—Está
bien. Vaya hasta la comisaria y desde allí haré que una patrulla le
acerque—organizó.
—De
acuerdo, muy amable. Trataré de tardar lo menos posible—colgué mientras
comenzaba a vestirme a la carrera.
Eran
casi las siete en punto cuando logré llegar hasta la plaza de San Antonio
situada en pleno centro histórico de la ciudad. Un lugar emblemático de la
Tácita de Plata donde cada año se pronunciaba el pregón del Carnaval según me
habían contado nada más llegar a la ciudad.
Habría
tardado menos en llegar hasta aquel punto de no ser porque o bien los agentes
habían ignorado la orden del comisario (algo probable viendo el nivel de
desidia cuando les comuniqué la orden), o a este se le había olvidado darla. No
me quedó más remedio que costearme de mi propio bolsillo un taxi, bastante
caro, por cierto, pues el taxista viendo que no era oriunda, decidió
confundirme callejeando por lugares por donde tan siquiera pensaba que fuese a
pasar un coche.
Cuando
por fin llegué me dirigí hasta el centro de la plaza, donde a pesar de la hora,
un grupo nutrido de ciudadanos rodeaban el cerco policial con morbosa
curiosidad. Sin tan siquiera mirar mi acreditación el agente me dejó pasar
hasta darme de bruces con el cuerpo de un hombre desnudo tumbado bocabajo. Pese
a la posición deduje que era un individuo más cercano a la cincuentena que a
los cuarenta, de aspecto sano y de piel tostada. En esta ocasión el cuerpo tan solo presentaba
dos cortes limpios a la altura de los riñones, cortes por donde habían sido
extraídos dichos órganos.
—¿Aquí
la gente no duerme? —usé a modo de saludo al cruzarme con el comisario.
—Llámalos
para trabajar verán como huyen despavoridos, pero cuando algo extraordinario
sucede Cádiz se convierte en un enorme patio de vecinas. Es cuestión de
minutos, que digo minutos, segundos, para que un rumor circule por las calles
logrando la curiosidad del respetable—me replicó en tono jocoso. —Su asesino
tiene ganas de tenerla a usted trabando en más de un caso.
—Eso
me temo. ¿Contamos con algún dato de la víctima?
—¡Como
para no tenerlo! Este hombre es más conocido que la tienda del Melli. Uno de
los autores de comparsa más afamado de la ciudad.
—Según
he podido oír dentro del concurso de agrupaciones del teatro Falla hay muchas
envidias y rencillas. ¿Podría ser este uno de esos casos?
—Puede...pese
a que nadie jamás había llegado tan lejos como para matar a otro autor—resopló.
—Aunque eso deberías averiguarlo tú. ¿Acaso no eres la criminóloga? —me apoyó
sus manos en mis hombros con gesto paternal.
—Totalmente
cierto—me ruboricé ante la alusión. Mi encomienda era no solo dar con el
asesino sino también comprender el motivo por el que había obrado de tal
manera. —¿Podrían cubrir un poco el escenario del crimen? Me gustaría hacer una
serie de comprobaciones—quise sonar lo más profesional posible. —¿O acaso el
juez y el forense vendrán en esta ocasión para llevar a cabo el levantamiento
del cadáver?
—Ni
de coña—me contestó el comisario. —¡Esteban, Lorenzo, coloquen unas cortinillas
para que la inspectora pueda estudiar detenidamente el cadáver!
De
saberlo hubiese dejado las cosas tal cual, pues para mi desesperación ambos
agentes tomaron una sábana, al parecer entregada por una vecina de las
inmediaciones, y la levantaron con sus propias manos a modo de telón. Pese a la
falta de intimidad para trabajar me puse manos a la obra y me coloqué en
cuclillas junto al cuerpo.
—¿Alguien
podría hacerme el favor de pasarme unos guantes para inspeccionar el cadáver?
—No
hay, inspectora—contestó uno de los agentes. —Los recortes del Ministerio del
Interior nos ha dejado sin apenas material para trabajar.
No
quise que aquel contratiempo supusiese un problema a la hora de llevar a cabo
mi labor. Haciendo de tripas corazón, separé un poco los glúteos para poder
introducirle dos dedos por su recto.
—¡Por
la cruz de Jesús Nazareno, Águeda! —exclamó el comisario al verme. —Desconocía
tus gustos sexuales. No es necesario que sea con un muerto, si tan desesperada
estás conozco a más de uno en el cuerpo dispuesto a disfrutar del placer anal.
—bromeó pese a su gesto de desagrado al verme hurgar por aquella zona del
cuerpo.
Yo
sin embargo apenas presté atención. Estaba muy centrada en mi labor.
Al
darse cuenta de mi inspección anal uno de los agentes que sujetaban la sabana
no pudo evitar vomitar dejándome aún más expuesta a la vista de la concurrencia
de la plaza.
—¡Qué
asquerosidad es esa! —oí a mi espalda decir a una mujer.
—¡Tranquila,
a estas alturas sus problemas de próstata le deben traer sin cuidado! —exclamó
otro.
Se
dieron un rosario de comentarios tanto de esa índole como más grotescos. Por
respeto a ti lector los evitaré. A mí personalmente me trajo sin cuidado cuando
logré sacar aquello que buscaba. Victoriosa mostré mi hallazgo como si hubiese
dado con un tesoro.
—¡Alguien
se atreve a tocarlo! —dije casi sin pensarlo. Fue mi pequeña venganza por los
chascarrillos sufridos.
El
comisario se quedó unos segundos de piedra al oírme hasta que rompió a reír a
carcajadas.
—No
llegue a pensar que tuvieses los cojones tan bien planteados—me aplaudió.
—Ni
yo que fuese capaz—dije avergonzada por haberme convertido en el centro de
atención.
—No
se corte. Estas cosas gustan en Cádiz, más cuando vienen de alguien del norte
como usted—le restó importancia. —¿Cómo supo que tendría el pito de carnaval
ahí?
—Dos
muertes tan cercanas en el tiempo siempre guardan relación—reflejé. —De momento
creo que debemos descartar el tema de las drogas, y centrarnos más en el
Carnaval.
—Con
la Iglesia hemos topado amigo Sancho.
—¡¿Qué
quiere decir con eso?!
—Usted
se puede meter con todo en Cai, pero nunca lo haga con el carnaval. Aquí la
gente es muy “sentía” con ese tema—me aclaró.
—Ese
es problema mío—quise sonar resolutiva. —Si le es posible conciérteme una cita
con sus más allegados, sobre todo gente del Carnaval.
—Tenga
cuidado—concluyó muy serio. —Una última cosa...
—Si
señor comisario.
—Lavase
inmediatamente la mano. La tiene llena de mierda.
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