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lunes, 27 de julio de 2020

Bendecida (capítulo 1, primera parte)

En el Pasado

No siempre las victorias resultan dulces. Pueden resultar mucho más amarga que la propia derrota. En definitiva, para ganar es necesario sacrificar alguna que otra vida. Es acabar de un plumazo con los sueños, los sentimientos y las ansías de alguien. Eso lo sabía a la perfección el ejército de Tempul. Lo sentían mientras regresaban a la República, su casa, su hogar. Lejos de oírse canciones alabando la victoria, lo único que se escuchaba en el ambiente era un silencio denso. Un silencio tan espeso que casi se podía palpar con las manos. Habían ganado, pero el precio había sido muy elevado. Muchas vidas se habían perdido por el capricho del reino vecino de hacerse con sus tierras. Unas tierras que les pertenecía, no sólo por derecho de nacimiento, sino porque la trabajaban y cuidaban.  Incluso, después de la batalla, seguían sin entender, a santo de qué, ese deseo espontáneo del reino caliziano por arrebatarle su mundo. Pero en ese momento a las dríadas les importaba poco los motivos de sus enemigos, les bastaba con llorar a sus muertos y consolarse pensando que no se habían dejado amedrentar. Desde la primera agresión a la república supieron que les tocaría resistir y pasar al ataque aún a riesgo de morir en el intento. No permitirían que unas manos ajenas destrozasen la obra de Primavera. Fue mucha la juventud que se alistó con el anhelo de defender sus tierras. La raza dríada prefería morir a verse sometida, como muerto hubiese preferido estar Floresto, el héroe de la batalla de la Tormenta. Aunque había sobrevivido a la guerra, lo había hecho tullido, había perdido ambas piernas, a la par que había quedado imposibilitado para ser padre. Había perdido ambos testículos durante la refriega. Las curanderas habían hecho todo cuanto había estado en sus manos por evitarlo, pero su poder era débil. Estaban a demasiados kilómetros de distancia de los pinsapos, la fuente de su poder.

Tumbado en una camilla tirada por dos venados, Floresto revivía en su mente una y otra vez el trágico momento. La fiebre que aún persistía en su cuerpo le hacía volver constantemente al mismo punto: no recordaba cuantas horas llevaba aguantando hombro con hombro con su compañía las embestidas de la caballería pesada del ejército caliziano, pica en alto habían repelido varios ataques en el punto más estrecho del Istmo del Sueño, aquella porción de tierra que unía la República de Tempul con el resto del continente de Sherish, sólo sabía que no podrían haber aguantado eternamente. No había refuerzos que los remplazaran, tampoco margen de maniobra en tan poco espacio, y como era evidente, la caballería ligera naga logró romper el flanco izquierdo. Todo se hubiese ido al traste de haberles ganado la espalda. La pinza hubiese sido inmediata. No podían atender dos frentes a la vez, tampoco replegarse hacia una posición más favorable, a ambos lados el agua le impedía moverse con soltura. Además, el suelo embarrado por la fuerte tormenta que cayó aquel día dificultaba enormemente cualquier maniobra. En estas circunstancias tan desfavorables la única solución que vio factible Floresto fue usar la Fe. Sin permiso de su capitana salió de la formación y se arrodilló para tocar la tierra. Embarrado hasta las rodillas susurró una plegaria a la Primavera, más conocida en el resto del continente como la Diosa Madre, y usando todo el poder que esta le otorgó, en sus manos se formó una enorme bola de fuego que hizo saltar por los aires parte del istmo, evitando el avance de la hueste rival. Metal, carne y arena saltaron por los aires convirtiendo el lugar en un campo de muerte y desolación llevándose por delante a propios y extraños. Luego sólo quedo sitio para la oscuridad.

Floresto pensó que había muerto. Durante unos instantes pensó que llegaba al Seno de la Madre para contemplar la inmensidad de la Obra eternamente, pero cuando despertó en una de las tiendas de las curanderas comprendió que seguía vivo. Sí, vivo, aunque había pagado un alto precio por tal acto de heroísmo. Pese a sentir todo el cuerpo dolorido trató de incorporarse. No lo logró. Las piernas no le respondieron. Agobiado ante la inoperancia de sus extremidades inferiores se quitó la sabana que le habían colocado y comprobó que carecía de ellas. Sólo quedaba dos vestigios de las mismas en forma de muñones a la altura de la rodilla. Tragó saliva para asimilar la situación, no obstante, cuando su mirada siguió ascendiendo, descubrió que sus testículos ya no estaban allí. Desconsolado, lloró durante horas. No podría tener descendencia. Y pese a que su pueblo lo amaría por su heroísmo, sabía que a sus espaldas le criticaría por estar incompleto. Para la sociedad dríada, alguien incapaz de generar vida era casi como un adorno. Llenaba un espacio pese a no resultar útil. En la república de Tempul sus ciudadanos debían de seguir el curso natural de los ciclos marcados por Primavera.


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